Marialis Cultos - Pablo VI

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA MARIALIS CULTUS 
DE SU SANTIDAD PABLO VI 
PARA LA RECTA ORDENACIÓN 
Y DESARROLLO DEL CULTO 
A LA 
SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA



Pablo VI - Marialis Cultus - Parte V Conclusiones.

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA

MARIALIS CULTUS

PARA LA RECTA ORDENACIÓN
Y DESARROLLO DEL CULTO A LA
SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

CONCLUSIÓN

VALOR TEOLÓGICO Y PASTORAL
DEL CULTO A LA VIRGEN





56.     Venerables Hermanos: al terminar nuestra Exhortación Apostólica deseamos subrayar en síntesis el valor teológico del culto a la Virgen y recordar su eficacia pastoral para la renovación de las costumbres cristianas.
     La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar -desde la bendición de Isabel (cf. Lc. 1, 42-45) hasta las expresiones de alabanza y súplica de nuestro tiempo- constituye un sólido testimonio de su «lex orandi» y una invitación a reavivar en las conciencias su «lex credendi». Viceversa: la «lex credendi» de la Iglesia requiere que por todas partes florezca lozana su «lex orandi» en relación con la Madre de Cristo. Culto a la Virgen de raíces profundas en la Palabra revelada y de sólidos fundamentos dogmáticos: la singular dignidad de María «Madre del Hijo de Dios y, por lo mismo, Hija predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo; por tal don de gracia especial aventaja con mucho a todas las demás criaturas, celestiales y terrestres» (119), su cooperación en momentos decisivos de la obra de la salvación llevada a cabo por el Hijo; su santidad, ya plena en el momento de la Concepción Inmaculada y no obstante creciente a medida que se adhería a la voluntad del Padre y recorría la vía de sufrimiento (cf. Lc 2, 34-35; 2, 41-52; Jn 19, 25-27), progresando constantemente en la fe, en la esperanza y en la caridad; su misión y condición única en el Pueblo de Dios, del que es al mismo tiempo miembro eminentísimo, ejemplar acabadísimo y Madre amantísima; su incesante y eficaz intercesión mediante la cual, aún habiendo sido asunta al cielo, sigue cercanísima a los fieles que la suplican, aún a aquellos que ignoran que son hijos suyos; su gloria que ennoblece a todo el género humano, como lo expreso maravillosamente el poeta Dante: «Tú eres aquella que ennobleció tanto la naturaleza humana que su hacedor no desdeño convertirse en hechura tuya» (120); en efecto, María es de nuestra estirpe, verdadera hija de Eva, (aunque ajena a la mancha de la Madre, y verdadera hermana nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y pobre, nuestra condición). 
     Añadiremos que el culto a la bienaventurada Virgen María tiene su razón última en el designio insondable y libre de Dios, el cual siendo caridad eterna y divina (cf. 1Jn 4, 7-8.16), lleva a cabo todo según un designio de amor: la amó y obró en ella maravillas (cf. Lc 1, 49); la amó por sí mismo, la amó por nosotros; se la dio a sí mismo y la dio a nosotros.


57.     Cristo es el único camino al Padre (cf. Jn 14, 4-11). Cristo es el modelo supremo al que el discípulo debe conformar la propia conducta (cf. Jn 13, 15), hasta lograr tener sus mismos sentimientos (cf. Fil 2,5), vivir de su vida y poseer su Espíritu (cf. Gál 2, 20; Rom 8, 10-11); esto es lo que la Iglesia ha enseñado en todo tiempo y nada en la acción pastoral debe oscurecer esta doctrina. Pero la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo y amaestrada por una experiencia secular, reconoce que también la piedad a la Santísima Virgen, de modo subordinado a la piedad hacia el Salvador y en conexión con ella, tiene una gran eficacia pastoral y constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana. La razón de dicha eficacia se intuye fácilmente. En efecto, la múltiple misión de María hacia el Pueblo de Dios es una realidad sobrenatural operante y fecunda en el organismo eclesial. Y alegra el considerar los singulares aspectos de dicha misión y ver cómo ellos se orientan, cada uno con su eficacia propia, hacia el mismo fin: reproducir en los hijos los rasgos espirituales del Hijo primogénito. Queremos decir que la maternal intercesión de la Virgen, su santidad ejemplar y la gracia divina que hay en Ella, se convierten para el género humano en motivo de esperanza.
     La misión maternal de la Virgen empuja al Pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a Aquella que está siempre dispuesta a acogerlo con afecto de madre y con eficaz ayuda de auxiliadora; (121) por eso el Pueblo de Dios la invoca como Consoladora de los afligidos, Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, para obtener consuelo en la tribulación, alivio en la enfermedad, fuerza liberadora en el pecado; porque Ella, la libre de todo pecado, conduce a sus hijos a esto: a vencer con enérgica determinación el pecado. (122) Y, hay que afirmarlo nuevamente, dicha liberación del pecado es la condición necesaria para toda renovación de las costumbres cristianas.
     La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar «los ojos a María, la cual brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos». (123) Virtudes sólidas, evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios (cf. Lc 1, 26-38; 1, 45; 11, 27-28; Jn 2, 5); la obediencia generosa (cf. Lc 1, 38); la humildad sencilla (cf. Lc 1, 48); la caridad solícita (cf. Lc 1, 39-56); la sabiduría reflexiva (cf. Lc 1, 29.34; 2, 19. 33. 51); la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos (cf. Lc 2, 21.22-40.41), agradecida por los bienes recibidos (Lc 1, 46-49), que ofrecen en el templo (Lc 2, 22-24), que ora en la comunidad apostólica (cf. Act 1, 12-14); la fortaleza en el destierro (cf. Mt 2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2, 34-35.49; Jn 19, 25); la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor (cf. Lc 1, 48; 2, 24); el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz (cf. Lc 2, 1-7; Jn 19, 25-27); la delicadeza provisoria (cf. Jn 2, 1-11); la pureza virginal (cf. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38); el fuerte y casto amor esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá como consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota del culto tributado a la Virgen.
     La piedad hacia la Madre del Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia divina: finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a la «Llena de gracia» (Lc 1, 28) sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la comunión en El, la inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y lo hace conforme a la imagen del Hijo (cf. Rom 2, 29; Col 1, 18). La Iglesia católica, basándose en su experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, (124) como prenda y garantía de que en una simple criatura -es decir, en Ella- se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre. Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin confín, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y hastío, la Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida en la Ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte.
     Sean el sello de nuestra Exhortación y una ulterior prueba del valor pastoral de la devoción a la Virgen para conducir los hombres a Cristo las palabras mismas que Ella dirigió a los siervos de las bodas de Caná: «Haced lo que El os diga» (Jn 2, 5); palabras que en apariencia se limitan al deseo de poner remedio a la incómoda situación de un banquete, pero que en las perspectivas del cuarto Evangelio son una voz que aparece como una resonancia de la fórmula usada por el Pueblo de Israel para ratificar la Alianza del Sinaí (cf. Ex 19, 8; 24, 3.7; Dt 5, 27) o para renovar los compromisos (cf. Jos 24, 24; Esd 10, 12; Neh 5, 12) y son una voz que concuerda con la del Padre en la teofanía del Tabor: «Escuchadle» (Mt 17, 5).

58.     Hemos tratado extensamente, venerables Hermanos, de un culto integrante del culto cristiano: la veneración a la Madre del Señor. Lo pedía la naturaleza de la materia, objeto de estudio, de revisión y también de cierta perplejidad en estos últimos años. Nos conforta pensar que el trabajo realizado, para poner en práctica las normas del Concilio, por parte de esta Sede Apostólica y por vosotros mismos -la instauración litúrgica, sobre todo- será una válida premisa para un culto a Dios Padre, Hijo y Espíritu, cada vez más vivo y adorador y para el crecimiento de la vida cristiana de los fieles; es para Nos motivo de confianza el constatar que la renovada Liturgia romana constituye -aun en su conjunto- un fúlgido testimonio de la piedad de la Iglesia hacia la Virgen; Nos sostiene la esperanza de que serán sinceramente aceptadas las directivas para hacer dicha piedad cada vez más transparente y vigorosa; Nos alegra finalmente la oportunidad que el Señor nos ha concedido de ofrecer algunos principios de reflexión para una renovada estima por la práctica del santo Rosario. Consuelo, confianza, esperanza, alegría que, uniendo nuestra voz a la de la Virgen -como suplica la Liturgia romana -, (125) deseamos traducir en ferviente alabanza y reconocimiento al Señor. 
     Mientras deseamos, pues, hermanos carísimos, que gracias a vuestro empeño generoso se produzca en el clero y pueblo confiado a vuestros cuidados un incremento saludable en la devoción mariana, con indudable provecho para la Iglesia y la sociedad humana, impartimos de corazón a vosotros y a todos los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral una especial Bendición Apostólica.

     Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 2 de febrero, Fiesta de la Presentación del Señor, del año 1974, undécimo de Nuestro Pontificado.
PAULUS P. P. VI
  

NOTAS


119.Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen Gentium, n. 53: AAS 57 (1965), pp. 58-59. 
120.La Divina Comedia, Paradiso XXXIII, 4-6. 
121.Cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen Gentium, nn. 60-63; AAS 57 (1965), pp. 62-64. 
122.Cf. Ibid., n. 65: AAS 57 (1965), pp. 64-65. 
123.Ibid., n. 65: AAS 57 (1965), p. 64. 
124.Cf. Conc. Vat. II, Const. Past. Sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium el spes, n. 22: AAS 58 (1966), pp. 1042-1044. 
125.Cf. Missale Romanum, die 31 Maii, Collecta

Pablo VI - Marialis Cultus - Parte IV - El Ángelus y el Santo Rosario

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA

MARIALIS CULTUS

PARA LA RECTA ORDENACIÓN
Y DESARROLLO DEL CULTO A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
Capítulo III

INDICACIONES SOBRE DOS EJERCICIOS DE PIEDAD: EL ANGELUS Y EL SANTO ROSARIO






40.     Hemos indicado algunos principios aptos para dar nuevo vigor al culto de la Madre del Señor; ahora es incumbencia de las Conferencias Episcopales, de los responsables de las comunidades locales, de las distintas familias religiosas restaurar sabiamente prácticas y ejercicios de veneración a la Santísima Virgen y secundar el impulso creador de cuantos con genuina inspiración religiosa o con sensibilidad pastoral desean dar vida a nuevas formas. Sin embargo, nos parece oportuno, aunque sea por motivos diversos, tratar de dos ejercicios muy difundidos en Occidente y de los que esta Sede Apostólica se ha ocupado en varias ocasiones: el «Angelus» y el Rosario.

EL ANGELUS

41.     Nuestra palabra sobre el «Angelus» quiere ser solamente una simple pero viva exhortación a mantener su rezo acostumbrado, donde y cuando sea posible. El «Angelus» no tiene necesidad de restauración: la estructura sencilla, el carácter bíblico, el origen histórico que lo enlaza con la invocación de la incolumidad en la paz, el ritmo casi litúrgico que santifica momentos diversos de la jornada, la apertura hacia el misterio pascual, por lo cual mientras conmemoramos la Encarnación del Hijo de Dios pedimos ser llevados «por su pasión y cruz a la gloria de la resurrección» (109), hace que a distancia de siglos conserve inalterado su valor e intacto su frescor. Es verdad que algunas costumbres tradicionalmente asociadas al rezo del Angelus han desaparecido y difícilmente pueden conservarse en la vida moderna, pero se trata de cosas marginales: quedan inmutados el valor de la contemplación del misterio de la Encarnación del Verbo, del saludo a la Virgen y del recurso a su misericordiosa intercesión: y, no obstante el cambio de las condiciones de los tiempos, permanecen invariados para la mayor parte de los hombres esos momentos característicos de la jornada mañana, mediodía, tarde que señalan los tiempos de su actividad y constituyen una invitación a hacer un alto para orar.

EL ROSARIO

42.     Deseamos ahora, queridos hermanos, detenernos un poco sobre la renovación del piadoso ejercicio que ha sido llamado «compendio de todo el Evangelio»(110): el Rosario. A él han dedicado nuestros Predecesores vigilante atención y premurosa solicitud: han recomendado muchas veces su rezo frecuente, favorecido su difusión, ilustrado su naturaleza, reconocido la aptitud para desarrollar una oración contemplativa, de alabanza y de súplica al mismo tiempo, recordando su connatural eficacia para promover la vida cristiana y el empeño apostólico. También Nos, desde la primera audiencia general de nuestro pontificado, el día 13 de Julio de 1963, hemos manifestado nuestro interés por la piadosa práctica del Rosario (111), y posteriormente hemos subrayado su valor en múltiples circunstancias, ordinarias unas, graves otras, como cuando en un momento de angustia y de inseguridad publicamos la Carta Encíclica Christi Matri ( 15 septiembre 1966), para que se elevasen oraciones a la bienaventurada Virgen del Rosario para implorar de Dios el bien sumo de la paz (112); llamada que hemos renovado en nuestra Exhortación Apostólica Recurrens mensis october (7 de octubre 1969), en la cual conmemorábamos además el cuarto centenario de la Carta Apostólica Consueverunt Romani Pontifices de nuestro Predecesor San Pío V, que ilustró en ella y en cierto modo definió la forma tradicional del Rosario(113).

43.     Nuestro asiduo interés por el Rosario nos ha movido a seguir con atención los numerosos congresos dedicados en estos últimos años a la pastoral del Rosario en el mundo contemporáneo: congresos promovidos por asociaciones y por hombres que sienten entrañablemente tal devoción y en los que han tomado parte obispos, presbíteros, religiosos y seglares de probada experiencia y de acreditado sentido eclesial. Entre ellos es justo recordar a los Hijos de Santo Domingo, por tradición custodios y propagadores de tan saludable devoción. A los trabajos de los congresos se han unido las investigaciones de los historiadores, llevadas a cabo no para definir con intenciones casi arqueológicas la forma primitiva del Rosario, sino para captar su intuición originaria, su energía primera, su estructura esencial. De tales congresos e investigaciones han aparecido más nítidamente las características primarias del Rosario, sus elementos esenciales y su mutua relación.

44.     Así, por ejemplo, se ha puesto en más clara luz la índole evangélica del Rosario, en cuanto saca del Evangelio el enunciado de los misterios y las fórmulas principales; se inspira en el Evangelio para sugerir, partiendo del gozoso saludo del Ángel y del religioso consentimiento de la Virgen, la actitud con que debe recitarlo el fiel; y continúa proponiendo, en la sucesión armoniosa de las Ave Marías, un misterio fundamental del Evangelio -la Encarnación del Verbo- en el momento decisivo de la Anunciación hecha a María. Oración evangélica por tanto el Rosario, como hoy día, quizá más que en el pasado, gustan definirlo los pastores y los estudiosos.

45.     Se ha percibido también más fácilmente cómo el ordenado y gradual desarrollo del Rosario refleja el modo mismo en que el Verbo de Dios, insiriéndose con determinación misericordiosa en las vicisitudes humanas, ha realizado la redención: en ella, en efecto, el Rosario considera en armónica sucesión los principales acontecimientos salvíficos que se han cumplido en Cristo: desde la concepción virginal y los misterios de la infancia hasta los momentos culminantes de la Pascua -la pasión y la gloriosa resurrección- y a los efectos de ella sobre la Iglesia naciente en el día de Pentecostés y sobre la Virgen en el día en que, terminando el exilio terreno, fue asunta en cuerpo y alma a la patria celestial. Y se ha observado también cómo la triple división de los misterios del Rosario no sólo se adapta estrictamente al orden cronológico de los hechos, sino que sobre todo refleja el esquema del primitivo anuncio de la fe y propone nuevamente el misterio de Cristo de la misma manera que fue visto por San Pablo en el celeste «himno» de la Carta a los Filipenses: humillación, muerte, exaltación (2,6-11).

46.     Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente cristológica. En efecto, su elemento más característico -la repetición litánica en alabanza constante a Cristo, término último de la anunciación del Ángel y del saludo de la Madre del Bautista: «Bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave María constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los misterios; el Jesús que toda Ave María recuerda, es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen, nacido en una gruta de Belén; presentado por la Madre en el Templo; joven lleno de celo por las cosas de su Padre; Redentor agonizante en el huerto; flagelado y coronado de espinas; cargado con la cruz y agonizante en el calvario; resucitado de la muerte y ascendido a la gloria del Padre para derramar el don del Espíritu Santo. Es sabido que, precisamente para favorecer la contemplación y «que la mente corresponda a la voz», se solía en otros tiempos -y la costumbre se ha conservado en varias regiones- añadir al nombre de Jesús, en cada Ave María, una cláusula que recordase el misterio anunciado.

47.     Se ha sentido también con mayor urgencia la necesidad de recalcar, al mismo tiempo que el valor del elemento laudatorio y deprecatorio, la importancia de otro elemento esencial al Rosario: la contemplación. Sin ésta el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: «cuando oréis no seáis charlatanes como los paganos que creen ser escuchados en virtud se su locuacidad» (Mt 6,7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que favorezcan en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del Corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza.

48.     De la contemporánea reflexión han sido entendidas en fin con mayor precisión las relaciones existentes entre la Liturgia y el Rosario. Por una parte se ha subrayado cómo el Rosario en casi un vástago germinado sobre el tronco secular de la Liturgia cristiana, «El salterio de la Virgen», mediante el cual los humildes quedan asociados al «cántico de alabanza» y a la intercesión universal de la Iglesia; por otra parte, se ha observado que esto ha acaecido en una época -al declinar de la Edad Media- en que el espíritu litúrgico está en decadencia y se realiza un cierto distanciamiento de los fieles de la Liturgia, en favor de una devoción sensible a la humanidad de Cristo y a la bienaventurada Virgen María. Si en tiempos no lejanos pudo surgir en el animo de algunos el deseo de ver incluido el Rosario entre las expresiones litúrgicas, y en otros, debido a la preocupación de evitar errores pastorales del pasado, una injustificada desatención hacia el mismo, hoy día el problema tiene fácil solución a la luz de los principios de la Constitución Sacrosanctum Concilium; celebraciones litúrgicas y piadoso ejercicio del Rosario no se deben ni contraponer ni equiparar (114). Toda expresión de oración resulta tanto más fecunda, cuanto más conserva su verdadera naturaleza y la fisonomía que le es propia. Confirmado, pues, el valor preeminente de las acciones litúrgicas, no será difícil reconocer que el Rosario es un piadoso ejercicio que se armoniza fácilmente con la Sagrada Liturgia. En efecto, como la Liturgia tiene una índole comunitaria, se nutre de la Sagrada Escritura y gravita en torno al misterio de Cristo. Aunque sea en planos de realidad esencialmente diversos, anamnesis en la Liturgia y memoria contemplativa en el Rosario, tienen por objeto los mismos acontecimientos salvíficos llevados a cabo por Cristo. La primera hace presentes bajo el velo de los signos y operantes de modo misterioso los «misterios más grandes de nuestra redención»; la segunda, con el piadoso afecto de la contemplación, vuelve a evocar los mismos misterios en la mente de quien ora y estimula su voluntad a sacar de ellos normas de vida.
     Establecida esta diferencia sustancial, no hay quien no vea que el Rosario es un piadoso ejercicio inspirado en la Liturgia y que, si es practicado según la inspiración originaria, conduce naturalmente a ella, sin traspasar su umbral. En efecto, la meditación de los misterios del Rosario, haciendo familiar a la mente y al corazón de los fieles los misterios de Cristo, puede constituir una óptima preparación a la celebración de los mismos en la acción litúrgica y convertirse después en eco prolongado. Sin embargo, es un error, que perdura todavía por desgracia en algunas partes, recitar el Rosario durante la acción litúrgica.

49.     El Rosario, según la tradición admitida por nuestros Predecesor S. Pío V y por él propuesta autorizadamente, consta de varios elementos orgánicamente dispuestos:
     a) la contemplación, en comunión con María, de una serie de misterios de la salvación, sabiamente distribuidos en tres ciclos que expresan el gozo de los tiempos mesiánicos, el dolor salvífico de Cristo, la gloria del Resucitado que inunda la Iglesia; contemplación que, por su naturaleza, lleva a la reflexión práctica y a estimulante norma de vida;
     b) la oración dominical o Padrenuestro, que por su inmenso valor es fundamental en la plegaria cristiana y la ennoblece en sus diversas expresiones; 
     c) la sucesión litánica del Avemaría, que está compuesta por el saludo del Ángel a la Virgen (Cf. Lc 1,28) y la alabanza obsequiosa del santa Isabel (Cf. Lc1,42), a la cual sigue la súplica eclesial Santa María. La serie continuada de las Avemarías es una característica peculiar del Rosario y su número, en le forma típica y plenaria de ciento cincuenta, presenta cierta analogía con el Salterio y es un dato que se remonta a los orígenes mismos de este piadoso ejercicio. Pero tal número, según una comprobada costumbre, se distribuye -dividido en decenas para cada misterio- en los tres ciclos de los que hablamos antes, dando lugar a la conocida forma del Rosario compuesto por cincuenta Avemarías, que se ha convertido en la medida habitual de la práctica del mismo y que ha sido así adoptado por la piedad popular y aprobado por la Autoridad pontificia, que lo enriqueció también con numerosas indulgencias; 
     d) la doxología Gloria al Padre que, en conformidad con una orientación común de la piedad cristiana, termina la oración con la glorificación de Dios, uno y trino, «de quien, por quien y en quien subsiste todo» (Cf. Rom 11,36).

50.     Estos son los elementos del santo Rosario. Cada uno de ellos tiene su índole propia que bien comprendida y valorada, debe reflejarse en el rezo, para que el Rosario exprese toda su riqueza y variedad. Será, pues, ponderado en la oración dominical; lírico y laudatorio en el calmo pasar de las Avemarías; contemplativo en la atenta reflexión sobre los misterios; implorante en la súplica; adorante en la doxología. Y esto, en cada uno de los modos en que se suele rezar el Rosario: o privadamente, recogiéndose el que ora en la intimidad con su Señor; o comunitariamente, en familia o entre los fieles reunidos en grupo para crear las condiciones de una particular presencia del Señor (cf. Mt 18, 20); o públicamente, en asambleas convocadas para la comunidad eclesial.

51.     En tiempo reciente se han creado algunos ejercicios piadosos, inspirados en el Santo Rosario. Queremos indicar y recomendar entre ellos los que incluyen en el tradicional esquema de las celebraciones de la Palabra de Dios algunos elementos del Rosario a la bienaventurada Virgen María, como por ejemplo, la meditación de los misterios y la repetición litánica del saludo del Ángel. Tales elementos adquieren así mayor relieve al encuadrarlos en la lectura de textos bíblicos, ilustrados mediante la homilía, acompañados por pausas de silencio y subrayados con el canto. Nos alegra saber que tales ejercicios han contribuido a hacer comprender mejor las riquezas espirituales del mismo Rosario y a revalorar su práctica en ciertas ocasiones y movimientos juveniles.

52.     Y ahora, en continuidad de intención con nuestros Predecesores, queremos recomendar vivamente el rezo del Santo Rosario en familia. El Concilio Vaticano II a puesto en claro cómo la familia, célula primera y vital de la sociedad «por la mutua piedad de sus miembros y la oración en común dirigida a Dios se ofrece como santuario doméstico de la Iglesia» (115). La familia cristiana, por tanto, se presenta como una Iglesia doméstica (116) cuando sus miembros, cada uno dentro de su propio ámbito e incumbencia, promueven juntos la justicia, practican las obras de misericordia, se dedican al servicio de los hermanos, toman parte en el apostolado de la comunidad local y se unen en su culto litúrgico (117); y más aún, se elevan en común plegarias suplicantes a Dios; por que si fallase este elemento, faltaría el carácter mismo de familia como Iglesia doméstica. Por eso debe esforzarse para instaurar en la vida familiar la oración en común. 

53.     De acuerdo con las directrices conciliares, la Liturgia de las Horas incluye justamente el núcleo familiar entre los grupos a que se adapta mejor la celebración en común del Oficio divino: «conviene finalmente que la familia, en cuanto sagrario doméstico de la Iglesia, no sólo eleve preces comunes a Dios, sino también recite oportunamente algunas partes de la Liturgia de las Horas, con el fin de unirse más estrechamente a la Iglesia» (118). No debe quedar sin intentar nada para que esta clara indicación halle en las familias cristianas una creciente y gozosa aplicación. 

54.     Después de la celebración de la Liturgia de las Horas -cumbre a la que puede llegar la oración doméstica-, no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar. Nos queremos pensar y deseamos vivamente que cuando un encuentro familiar se convierta en tiempo de oración, el Rosario sea su expresión frecuente y preferida. Sabemos muy bien que las nuevas condiciones de vida de los hombres no favorecen hoy momentos de reunión familiar y que, incluso cuando eso tiene lugar, no pocas circunstancias hacen difícil convertir el encuentro de familia en ocasión para orar. Difícil, sin duda. Pero es también una característica del obrar cristiano no rendirse a los condicionamientos ambientales, sino superarlo; no sucumbir ante ellos, sino hacerles frente. Por eso las familias que quieren vivir plenamente la vocación y la espiritualidad propia de la familia cristiana, deben desplegar toda clase de energías para marginar las fuerzas que obstaculizan el encuentro familiar y la oración en común.

55.     Concluyendo estas observaciones, testimonio de la solicitud y de la estima de esta Sede Apostólica por el Rosario de la Santísima Virgen María, queremos sin embargo recomendar que, al difundir esta devoción tan saludable, no sean alteradas sus proporciones ni sea presentada con exclusivismo inoportuno: el Rosario es una oración excelente, pero el fiel debe sentirse libre, atraído a rezarlo, en serena tranquilidad, por la intrínseca belleza del mismo.


NOTAS


109Missale Romanum, Dominica IV Adventus, Collecta. Análogamente la Collecta del 25 de marzo, que en el rezo del Angelus puede sustituir a la precedente. 
110. Pius XII, Epistula Philippinas Insulas ad Archiepiscopum Manilensem: AAS 38 (1946), p. 419. 
111. Cf. Discurso a los participantes al II Congreso Internacional Dominicano del Rosario; Insegnamenti di Paolo VI, (1963), pp.463-464. 
112. Cf. AAS 58 (1966), pp. 745-749. 
113. Cf. AAS 61 (1969), pp. 649-654. 
114. Cf. n. 13; AAS 56 (1964), p. 103. 
115. Decr. sobre el apostolado de los seglares. Apostolicam actuositatem, n. 11; AAS 58 (1966), p. 848. 
116. Conc. Vat. II, Const. Dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n.11; AAS 57 (1965), p.16.
117. Cf. Conc. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares, Apostolicam actuositatem, n.11; AAS 58 (1966), p. 848. 
118. N. 27. 

Pablo VI - Marialis Cultus - Parte III - Por una renovación de la piedad mariana




EXHORTACIÓN APOSTÓLICA

MARIALIS CULTUS

PARA LA RECTA ORDENACIÓN
Y DESARROLLO DEL CULTO A LA
SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
PAPA PABLO VI
Capítulo II

POR UNA RENOVACIÓN
DE LA PIEDAD MARIANA





24.     Pero el mismo Concilio Vaticano II exhorta a promover, junto al culto litúrgico, otras formas de piedad, sobre todo las recomendadas por el Magisterio (67). Sin embargo, como es bien sabido, la veneración de los fieles hacia la Madre de Dios ha tomado formas diversas según las circunstancias de lugar y tiempo, la distinta sensibilidad de los pueblos y su diferente tradición cultural. Así resulta que las formas en que se manifiesta dicha piedad, sujetas al desgaste del tiempo, parecen necesitar una renovación que permita sustituir en ellas los elementos caducos, dar valor a los perennes e incorporar los nuevos datos doctrinales adquiridos por la reflexión teológica y propuestos por el magisterio eclesiástico. Esto muestra la necesidad de que las Conferencias Episcopales, las Iglesias locales, las familias religiosas y las comunidades de fieles favorezcan una genuina actividad creadora y, al mismo tiempo, procedan a una diligente revisión de los ejercicios de piedad a la Virgen; revisión que queríamos fuese respetuosa para con la sana tradición y estuviera abierta a recoger las legítimas aspiraciones de los hombres de nuestro tiempo. Por tanto nos parece oportuno, venerables hermanos, indicaros algunos principios que sirvan de base al trabajo en este campo.

SECCIÓN PRIMERA
NOTA TRINITARIA, CRISTOLÓGICA Y ECLESIAL

25.     Ante todo, es sumamente conveniente que los ejercicios de piedad a la Virgen María expresen claramente la nota trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial. En efecto, el culto cristiano es por su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la Liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu. En esta perspectiva se extiende legítimamente, aunque de modo esencialmente diverso, en primer lugar y de modo singular a la Madre del Señor y después a los Santos, en quienes, la Iglesia proclama el Misterio Pascual, porque ellos han sufrido con Cristo y con El han sido glorificados (68). En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de El: en vistas a El, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro. Ciertamente, la genuina piedad cristiana no ha dejado nunca de poner de relieve el vínculo indisoluble y la esencial referencia de la Virgen al Salvador Divino (69). Sin embargo, nos parece particularmente conforme con las tendencias espirituales de nuestra época, dominada y absorbida por la «cuestión de Cristo» (70), que en las expresiones de culto a la Virgen se ponga en particular relieve el aspecto cristológico y se haga de manera que éstas reflejen el plan de Dios, el cual preestableció «con un único y mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría»(71). Esto contribuirá indudablemente a hacer más sólida la piedad hacia la Madre de Jesús y a que esa misma piedad sea un instrumento eficaz para llegar al «pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta alcanzar la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13); por otra parte, contribuirá a incrementar el culto debido a Cristo mismo porque, según el perenne sentir de la Iglesia, confirmado de manera autorizada en nuestros días (72), «se atribuye al Señor, lo que se ofrece como servicio a la Esclava; de este modo redunda en favor del Hijo lo que es debido a la Madre; y así recae igualmente sobre el Rey el honor rendido como humilde tributo a la Reina» (73).



26.     A esta alusión sobre la orientación cristológica del culto a la Virgen, nos parece útil añadir una llamada a la oportunidad de que se dé adecuado relieve a uno de los contenidos esenciales de la fe: la Persona y la obra del Espíritu Santo. La reflexión teológica y la Liturgia han subrayado, en efecto, cómo la intervención santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos Santos Padres y Escritores eclesiásticos atribuyeron a la acción del Espíritu la santidad original de María, «como plasmada y convertida en nueva criatura» por El (74); reflexionando sobre los textos evangélicos -«el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc1,35) y «María... se halló en cinta por obra del Espíritu Santo; (...) es obra del Espíritu Santo lo que en Ella se ha engendrado» (Mt 1,18.20)-, descubrieron en la intervención del Espíritu Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María (75) y la transformó en Aula del Rey (76)Templo o Tabernáculo del Señor (77)Arca de la Alianza o de la Santificación (78); títulos todos ellos ricos de resonancias bíblicas; profundizando más en el misterio de la Encarnación, vieron en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por Prudencio: «la Virgen núbil se desposa con el Espíritu (79)y la llamaron sagrario del Espíritu Santo (80), expresión que subraya el carácter sagrado de la Virgen convertida en mansión estable del Espíritu de Dios; adentrándose en la doctrina sobre el Paráclito, vieron que de El brotó, como de un manantial, la plenitud de la gracia (cf. Lc 1,28) y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí que atribuyeron al Espíritu la fe, la esperanza y la caridad que animaron el corazón de la Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a la voluntad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su «compasión» a los pies de la cruz (81); señalaron en el canto profético de María (Lc 1, 46-55) un particular influjo de aquel Espíritu que había hablado por boca de los profetas (82); finalmente, considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo, donde el Espíritu descendió sobre la naciente Iglesia (cf. Act 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos datos el antiguo tema María-Iglesia (83); y, sobre todo, recurrieron a la intercesión de la Virgen para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en su propia alma, como atestigua S. Ildefonso en una oración, sorprendente por su doctrina y por su vigor suplicante: «Te pido, te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu, por el cual tu carne a concebido al mismo Jesús (...). Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo» (84). 

27.     Se afirma con frecuencia que muchos textos de la piedad moderna no reflejan suficientemente toda la doctrina acerca del Espíritu Santo. Son los estudios quienes tienen que verificar esta afirmación y medir su alcance; a Nos corresponde exhortar a todos, en especial a los pastores y a los teólogos, a profundizar en la reflexión sobre la acción del Espíritu Santo en la historia de la salvación y lograr que los textos de la piedad cristiana pongan debidamente en claro su acción vivificadora; de tal reflexión aparecerá, en particular, la misteriosa relación existente entre el Espíritu de Dios y la Virgen de Nazaret, así como su acción sobre la Iglesia; de este modo, el contenido de la fe más profundamente medido dará lugar a una piedad más intensamente vivida. 

28.     Es necesario además que los ejercicios de piedad, mediante los cuales los fieles expresan su veneración a la Madre del Señor, pongan más claramente de manifiesto el puesto que ella ocupa en la Iglesia: «el más alto y más próximo a nosotros después de Cristo» (85); un puesto que en los edificios de culto del Rito bizantino tienen su expresión plástica en la misma disposición de las partes arquitectónicas y de los elementos iconográficos -en la puerta central de la iconostasis está figurada la Anunciación de María en el ábside de la representación de la «Theotocos» gloriosa- con el fin de que aparezca manifiesto cómo a partir del «fiat» de la humilde Esclava del Señor, la humanidad comienza su retorno a Dios y cómo en la gloria de la «Toda Hermosa» descubre la meta de su camino. El simbolismo mediante el cual el edificio de la Iglesia expresa el puesto de María en el misterio de la Iglesia contiene una indicación fecunda y constituye un auspicio para que en todas partes las distintas formas de venerar a la bienaventurada Virgen María se abran a perspectivas eclesiales. 
     En efecto, el recurso a los conceptos fundamentales expuestos por el Concilio Vaticano II sobre la naturaleza de la Iglesia, Familia de Dios, Pueblo de Dios, Reino de Dios, Cuerpo místico de Cristo (86), permitirá a los fieles reconocer con mayor facilidad la misión de María en el misterio de la Iglesia y el puesto eminente que ocupa en la Comunión de los Santos; sentir más intensamente los lazos fraternos que unen a todos los fieles porque son hijos de la Virgen, «a cuya generación y educación ella colabora con materno amor» (87), e hijos también del la Iglesia, ya que nacemos de su parto, nos alimentamos con leche suya y somos vivificados por su Espíritu» (88), y porque ambas concurren a engendrar el Cuerpo místico de Cristo: «Una y otra son Madre de Cristo; pero ninguna de ellas engendra todo (el cuerpo) sin la otra» (89); percibir finalmente de modo más evidente que la acción de la Iglesia en el mundo es como una prolongación de la solicitud de María: en efecto, el amor operante de María la Virgen en casa de Isabel, en Caná, sobre el Gólgota -momentos todos ellos salvíficos de gran alcance eclesial- encuentra su continuidad en el ansia materna de la Iglesia porque todos los hombres llegan a la verdad (cf. 1Tim 2,4), en su solicitud para con los humildes, los pobres, los débiles, en su empeño constante por la paz y la concordia social, en su prodigarse para que todos los hombres participen de la salvación merecida para ellos por la muerte de Cristo. De este modo el amor a la Iglesia se traducirá en amor a María y viceversa; porque la una no puede subsistir sin la otra, como observa de manera muy aguda San Cromasio de Aquileya: «Se reunió la Iglesia en la parte alta (del cenáculo) con María, que era la Madre de Jesús, y con los hermanos de Este. Por tanto no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de Este»(90). En conclusión, reiteramos la necesidad de que la veneración a la Virgen haga explícito su intrínseco contenido eclesiológico: esto equivaldría a valerse de una fuerza capaz de renovar saludablemente formas y textos.

29.     A las anteriores indicaciones, que surgen de considerar las relaciones de la Virgen María con Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y con la Iglesia, queremos añadir, siguiendo la línea trazada por las enseñanzas conciliares (91), algunas orientaciones -de carácter bíblico, litúrgico, ecuménico, antropológico- a tener en cuenta a la hora de revisar o crear ejercicios y prácticas de piedad, con el fin de hacer más vivo y más sentido el lazo que nos une a la Madre de Cristo y Madre nuestro en la Comunión de los Santos.

30.     La necesidad de una impronta bíblica en toda forma de culto es sentida hoy día como un postulado general de la piedad cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la creciente difusión de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la moción íntima del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia como del libro fundamental de oración y a buscar en ella inspiración genuina y modelos insuperables. El culto a la Santísima Virgen no puede quedar fuera de esta dirección tomada por la piedad cristiana (92); al contrario debe inspirarse particularmente en ella para lograr nuevo vigor y ayuda segura. La Biblia, al proponer de modo admirable el designio de Dios para la salvación de los hombres, está toda ella impregnada del misterio del Salvador, y contiene además, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, referencias indudables a Aquella que fue Madre y Asociada del Salvador. Pero no quisiéramos que la impronta bíblica se limitase a un diligente uso de textos y símbolos sabiamente sacados de las Sagradas Escrituras; comporta mucho más; requiere, en efecto, que de la Biblia tomen sus términos y su inspiración las fórmulas de oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre todo, que el culto a la Virgen esté impregnado de los grandes temas del mensaje cristiano, a fin de que, al mismo tiempo que los fieles veneran la Sede de la Sabiduría sean también iluminados por la luz de la palabra divina e inducidos a obrar según los dictados de la Sabiduría encarnada.

31.     Ya hemos hablado de la veneración que la Iglesia siente por la Madre de Dios en la celebración de la sagrada Liturgia. Ahora, tratando de las demás formas de culto y de los criterios en que se deben inspirar, no podemos menos de recordar la norma de la Constitución Sacrosanctum Concilium, la cual, al recomendar vivamente los piadosos ejercicios del pueblo cristiano, añade: «…es necesario que tales ejercicios, teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, se ordenen de manera que estén en armonía con la sagrada Liturgia; se inspiren de algún modo en ella, y, dada su naturaleza superior, conduzcan a ella al pueblo cristiano» (93). Norma sabia, norma clara, cuya aplicación, sin embargo, no se presenta fácil, sobre todo en el campo del culto a la Virgen, tan variado en sus expresiones formales: requiere, efectivamente, por parte de los responsables de las comunidades locales, esfuerzo, tacto pastoral, constancia; y por parte de los fieles, prontitud en acoger orientaciones y propuestas que, emanando de la genuina naturaleza del culto cristiano, comportan a veces el cambio de usos inveterados, en los que de algún modo se había oscurecido aquella naturaleza.
     A este respecto queremos aludir a dos actitudes que podrían hacer vana, en la práctica pastoral, la norma del Concilio Vaticano II: en primer lugar, la actitud de algunos que tienen cura de almas y que despreciando a priori los ejercicios piadosos, que en las formas debidas son recomendados por el Magisterio, los abandonan y crean un vacío que no prevén colmar; olvidan que el Concilio ha dicho que hay que armonizar los ejercicios piadosos con la liturgia, no suprimirlos. En segundo lugar, la actitud de otros que, al margen de un sano criterio litúrgico y pastoral, unen al mismo tiempo ejercicios piadosos y actos litúrgicos en celebraciones híbridas. A veces ocurre que dentro de la misma celebración del sacrifico Eucarístico se introducen elementos propios de novenas u otras prácticas piadosas, con el peligro de que el Memorial del Señor no constituya el momento culminante del encuentro de la comunidad cristiana, sino como una ocasión para cualquier práctica devocional. A cuantos obran así quisiéramos recordar que la norma conciliar prescribe armonizar los ejercicios piadoso con la Liturgia, no confundirlos con ella. Una clara acción pastoral debe, por una parte, distinguir y subrayar la naturaleza propia de los actos litúrgicos; por otra, valorar los ejercicios piadosos para adaptarlos a las necesidades de cada comunidad eclesial y hacerlos auxiliares válidos de la Liturgia.

32.     Por su carácter eclesial, en el culto a la Virgen se reflejan las preocupaciones de la Iglesia misma, entre las cuales sobresale en nuestros días el anhelo por el restablecimiento de la unidad de los cristianos. La piedad hacia la Madre del Señor se hace así sensible a las inquietudes y a las finalidades del movimiento ecuménico, es decir, adquiere ella misma una impronta ecuménica. Y esto por varios motivos.
     En primer lugar porque los fieles católicos se unen a los hermanos de las Iglesias ortodoxas, entre las cuales la devoción a la Virgen reviste formas de alto lirismo y de profunda doctrina al venerar con particular amor a la gloriosa Theotocos y al aclamarla «Esperanza de los cristianos» (94); se unen a los anglicanos, cuyos teólogos clásicos pusieron ya de relieve la sólida base escriturística del culto a la Madre de nuestro Señor, y cuyos teólogos contemporáneos subrayan mayormente la importancia del puesto que ocupa María en la vida cristiana; se unen también a los hermanos de las Iglesias de la Reforma, dentro de las cuales florece vigorosamente el amor por las Sagradas Escrituras, glorificando a Dios con las mismas palabras de la Virgen (cf. Lc 1, 46-55).
     En segundo lugar, porque la piedad hacia la Madre de Cristo y de los cristianos es para los católicos ocasión natural y frecuente para pedirle que interceda ante su Hijo por la unión de todos los bautizados en un solo pueblo de Dios (95). Más aún, porque es voluntad de la Iglesia católica que en dicho culto, sin que por ello sea atenuado su carácter singular (96), se evite con cuidado toda clase de exageraciones que puedan inducir a error a los demás hermanos cristianos acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia católica (97) y se haga desaparecer toda manifestación cultual contraria a la recta práctica católica.
     Finalmente, siendo connatural al genuino culto a la Virgen el que «mientras es honrada la Madre (…), el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado»(98), este culto se convierte en camino a Cristo, fuente y centro de la comunión eclesiástica, en la cual cuantos confiesan abiertamente que Él es Dios y Señor, Salvador y único Mediador (cf. 1 Tim 2, 5), están llamados a ser una sola cosa entre sí, con El y con el Padre en la unidad del Espíritu Santo (99). 


33.     Somos conscientes de que existen no leves discordias entre el pensamiento de muchos hermanos de otras Iglesias y comunidades eclesiales y la doctrina católica «en torno a la función de María en la obra de la salvación» (100) y, por tanto, sobre el culto que le es debido. Sin embargo, como el mismo poder del Altísimo que cubrió con su sombra a la Virgen de Nazaret (cf. Lc 1, 35) actúa en el actual movimiento ecuménico y lo fecunda, deseamos expresar nuestra confianza en que la veneración a la humilde Esclava del Señor, en la que el Omnipotente obró maravillas (cf. Lc 1, 49), será, aunque lentamente, no obstáculo sino medio y punto de encuentro para la unión de todos los creyentes en Cristo. Nos alegramos, en efecto, de comprobar que una mejor comprensión del puesto de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, por parte también de los hermanos separados, hace más fácil el camino hacia el encuentro. Así como en Caná la Virgen, con su intervención, obtuvo que Jesús hiciese el primero de sus milagros (cf. Jn 2, 1-12), así en nuestro tiempo podrá Ella hacer propicio, con su intercesión, el advenimiento de la hora en que los discípulos de Cristo volverán a encontrar la plena comunión en la fe. Y esta nueva esperanza halla consuelo en la observación de nuestro predecesor León XIII: la causa de la unión de los cristianos «pertenece específicamente al oficio de la maternidad espiritual de María. Pues los que son de Cristo no fueron engendrados ni podían serlo sino en una única fe y un único amor: porque, «¿está acaso dividido Cristo?» (cf. 1 Cor 1, 13); y debemos vivir todos juntos la vida de Cristo, para poder fructificar en un solo y mismo cuerpo (Rom 7, 14)» (101).




34.     En el culto a la Virgen merecen también atenta consideración las adquisiciones seguras y comprobadas de las ciencias humanas; esto ayudará efectivamente a eliminar una de las causas de la inquietud que se advierte en el campo del culto a la Madre del Señor: es decir, la diversidad entre algunas cosas de su contenido y las actuales concepciones antropológicas y la realidad sicosociológica, profundamente cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo. Se observa, en efecto, que es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es presentada por cierta literatura devocional, en las condiciones de vida de la sociedad contemporánea y en particular de las condiciones de la mujer, bien sea en el ambiente doméstico, donde las leyes y la evolución de las costumbres tienden justamente a reconocerle la igualdad y la corresponsabilidad con el hombre en la dirección de la vida familiar; bien sea en el campo político, donde ella ha conquistado en muchos países un poder de intervención en la sociedad igual al hombre; bien sea en el campo social, donde desarrolla su actividad en los más distintos sectores operativos, dejando cada día más el estrecho ambiente del hogar; lo mismo que en el campo cultural, donde se le ofrecen nuevas posibilidades de investigación científica y de éxito intelectual. 
     Deriva de ahí para algunos una cierta falta de afecto hacia el culto a la Virgen y una cierta dificultad en tomar a María como modelo, porque los horizontes de su vida -se dice- resultan estrechos en comparación con las amplias zonas de actividad en que el hombre contemporáneo está llamado a actuar. En este sentido, mientras exhortamos a los teólogos, a los responsables de las comunidades cristianas y a los mismos fieles a dedicar la debida atención a tales problemas, nos parece útil ofrecer Nos mismo una contribución a su solución, haciendo algunas observaciones.

35.     Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente.
36.     En segundo lugar quisiéramos notar que las dificultades a que hemos aludido están en estrecha conexión con algunas connotaciones de la imagen popular y literaria de María, no con su imagen evangélica ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio trabajo de hacer explícita la palabra revelada; al contrario, se debe considerar normal que las generaciones cristianas que se han ido sucediendo en marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión de María -como Mujer nueva y perfecta cristiana que resume en sí misma las situaciones más características de la vida femenina porque es Virgen, Esposa, Madre-, hayan considerado a la Madre de Jesús como «modelo eximio» de la condición femenina y ejemplar «limpidísimo» de vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las categorías y los modos expresivos propios de la época. La Iglesia, cuando considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad del hecho cultual, pero no se vincula a los esquemas representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas subyacentes, y comprende como algunas expresiones de culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas para los hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas.

37.     Deseamos en fin, subrayar que nuestra época, como las precedentes, está llamada a verificar su propio conocimiento de la realidad con la palabra de Dios y, para limitarnos al caso que nos ocupa, a confrontar sus concepciones antropológicas y los problemas que derivan de ellas con la figura de la Virgen tal cual nos es presentada por el Evangelio. La lectura de las Sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir como María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. De este modo, por poner algún ejemplo, la mujer contemporánea, deseosa de participar con poder de decisión en las elecciones de la comunidad, contemplará con íntima alegría a María que, puesta a diálogo con Dios, da su consentimiento activo y responsable (102) no a la solución de un problema contingente sino a la «obra de los siglos» como se ha llamado justamente a la Encarnación del Verbo (103); se dará cuenta de que la opción del estado virginal por parte de María, que en el designio de Dios la disponía al misterio de la Encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios; comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aún habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidas y derriba sus tronos a los poderosos del mundo (cf. Lc 1, 51-53); reconocerá en María, que «sobresale entre los humildes y los pobres del Señor (104), una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio (cf. Mt 2, 13-23): situaciones todas estas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le presentará María como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2, 1-12) y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el calvario dimensiones universales(105). Son ejemplos. Sin embargo, aparece claro en ellos cómo la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los corazones.

38.     Después de haber ofrecido estas directrices, ordenadas a favorecer el desarrollo armónico del culto a la Madre del Señor, creemos oportuno llamar la atención sobre algunas actitudes cultuales erróneas. El Concilio Vaticano II ha denunciado ya de manera autorizada, sea la exageración de contenidos o de formas que llegan a falsear la doctrina, sea la estrechez de mente que oscurece la figura y la misión de María; ha denunciado también algunas devociones cultuales: la vana credulidad que sustituye el empeño serio con la fácil aplicación a prácticas externas solamente; el estéril y pasajero movimiento del sentimiento, tan ajeno al estilo del Evangelio que exige obras perseverantes y activas (106). Nos renovamos esta deploración: no están en armonía con la fe católica y por consiguiente no deben subsistir en el culto católico. La defensa vigilante contra estos errores y desviaciones hará más vigoroso y genuino el culto a la Virgen: sólido en su fundamento, por el cual el estudio de las fuentes reveladas y la atención a los documentos del Magisterio prevalecerán sobre la desmedida búsqueda de novedades o de hechos extraordinarios; objetivo en el encuadramiento histórico, por lo cual deberá ser eliminado todo aquello que es manifiestamente legendario o falso; adaptado al contenido doctrinal, de ahí la necesidad de evitar presentaciones unilaterales de la figura de María que insistiendo excesivamente sobre un elemento comprometen el conjunto de la imagen evangélica, límpido en sus motivaciones, por lo cual se tendrá cuidadosamente lejos del santuario todo mezquino interés.

39.     Finalmente, por si fuese necesario, quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en un vida absolutamente conforme a su voluntad. Los hijos de la Iglesia, en efecto, cuando uniendo sus voces a la voz de la mujer anónima del Evangelio, glorifican a la Madre de Jesús, exclamando, vueltos hacia El: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te crearon» (Lc 11, 27), se verán inducidos a considerar la grave respuesta del divino Maestro: «Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Esta misma respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen, como interpretaron algunos Santos Padres (107) y como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II (108), suena también para nosotros como una admonición a vivir según los mandamientos de Dios y es como un eco de otras llamadas del divino Maestro: «No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21) y «Vosotros sois amigos míos, si hacéis cuanto os mando» (Jn 15, 14).


NOTAS


67. Cf. Ibid., n. 67; AAS 57 (1965), p. 65-66. 
68. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 104; AAS 56 (1964), pp. 125-126 
69. Cf. Conc. Vat. II, Const.dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 66; AAS 57 (1965), p. 65. 
70. Cf. Paulus VI, Alocución pronunciada el día 24 de Abril de 1970 en el Santuario de «Nostra Signora di Bonaria» en Cagliari; ASS 62 (1970), p. 300. 
71. Pius IX, Carta Apostólica, Ineffabilis DeusPii IX Pontificis Maximi Acta, I, 1, Romae 1854, p. 599; cf. también V. Sardi, La Solenne definizione del dogma dell Immacolato concepimento di Maria Santissima, Atti e documenti..., Roma 1904-1905, vol. II, p. 302. 
72. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 66; AAS 57 (1965), p. 65. 
73. S. Hildelfonsus, De virginitate perpetua sanctae Mariae Cap. XII; PL 96, 108. 
74. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 56; AAS 57 (1965), p. 60 y los autores citados en la correspondiente nota 176. 
75. Cf. S. Ambrosius, De Spiritu Sancto II, 37-38; CSEL 79, pp. 100-101; Cassianus, De Incarnatione Domini II, Cap. II; CSEL 17, pp. 247-249; S. Beda, Homilia I, 3; CCL 122, p. 18 y p. 20. 
76. Cf. S. Ambrosius, De institutione virginis, Cap. XII, 79; PL 16 (ed. 1880), 339; Epistula 30, 3 et Epistula 42, 7; ibid., 1107 et 1175; Expositio evangelii secundum Lucam X, 132: S. Ch. 52, p. 200; S. Proclus Constantinopolitanus, Oratio I,1 et Oratio V,3: PG 65, 681,et 720; S. Basilius Celeucensis, Oratio XXXIX, 3; PG 85, 433; S. Andreas Cretensis Oratio IV, PG 97, 868; S. Germanus Constantinopolitanus, Oratio III, 15; PC 98, 305. 
77. Cf. S. Hieronymus, Adversus Iovinianun I, 33; PL 23, 267; S. Ambrosius, Epistula 63, 33; PL 16 (ed. 1880), 1249; De institutione virginis, cap. XVII, 195; ibid., 346; De Spiritu Sancto III, 79-80; CSEL 79, pp. 182-183; Sedulius, Hymnus «A solis ortus cardini», vv. 13-14; CSEL 10, p. 164; Hymnus Acathistos, str. 23; ed. I. B. Pietra, Analecta Sacra, I, p. 261; S. Proclus Constantinopolitanus, Oratio I, 3; PG 65, 684; Oratio II, 6; ibid., 700; S. Basilius Seleucencis, Oratio IV; PG 97, 868; S. Ioannes Damascenus, Oratio VI, 10; PG 96, 677. 
78. Cf. Severus Antiochenus, Homilia 57; PO 8, pp. 357-358; Hesychius Hierosolymitanus, Homilia de sancta Maria Deipara; PG 93, 1464; Chrysippus Hierosolymitanus, Oratio in sanctam Mariam Deiparam, 2; PO 19, p.338; S. Andreas Cretensis, Oratio V; PG 97, 896; S. Ioannes Damascenus, Oratio VI, 6; PG 96, 672. 
79Liber Apotheosis, vv. 571-572; CCL 126, p.97. 
80. Cf. S. Isidorus, De ortu et obitu Patrum, cap. LXVII, 111; PL 83, 184; S. Hildefonsus, De virginitate perpetua sanctae Mariae, cap. X; PL 96, 95; S. Bernardus, In Assumptione B. Virginis MariaeSermo IV, 4; PL 183, 428; In Nativitate B. Virginis Mariae; ibid., 442; S. Petrus Damianus, Carmina sacra et preces II, Oratio ad Deum Filium; PL 145, 921; Antiphona «Beata Dei Genitrix Maria»; Corpus antiphonialium Officii, ed. R. J. Hesbert, Roma 1970, vol. IV, n. 6314, p.80. 
81. Cf. Paulus Diaconus Homilia I, In Assumptione B. Mariae Virginis; PL 95, 1567; De Assumptione sanctae Mariae Virginis Paschasio Radberto trib., nn. 31, 42, 57, 83; ed. A. Ripberger, in «Spicilegium Friburgense», n. 9, 1962, 72, 76, 84, 96-97; Eadmerus Cantauriensis De excellentia Virginis Mariae, cap. IV-V; PL 159, 562-567; S. Bernardus, In laudibus Virginis Matris, Homilia IV, 3; Sancti Bernardi Opera, ed. J. Leclereq-H. Rochais, IV, Romanae 1966, pp. 49-50. 
82. Cf. Origenes, In Lucam Homilia VII, 3; PG 13, 1817; S. Ch. 87, p. 156; S. Cyrillus Alexandrinus, Comentarius in Aggaeum prophetam, cap. XIX; PG 71, 1060; S. Ambrosius, De fide IV, 9, 113-114; CSEL 78, pp. 197-198; Expositio Evangelii secundum Lucam II, 23-27-28; CSEL 32, IV, pp. 53-54 et 55-56; Severianus Gabalensis, In mundi creationem oratio VI, 10; PG 56, 497-498; Antipater Bostrensis, Homilia in Sanctissimae Deiparae Annunciationem, 16; PG 85, 1785. 
83. Cf. Eadmerus Cantuariensis, De excellentia Virginis Mariae, cap. VII; PL 159, 571; S. Amedeus Lausannensis, De Maria Virgine Matre, Homilia VII; PL 188, 1337; S. Ch. 72, p. 184. 
84De virginitate perpetua sanctae Mariae, cap. XII; PL 96, 106. 
85. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 54; AAS 57 (1965), p. 59. Cf. Paulo VI, Alocución a los Padres Conciliares, en la clausura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 4 diciembre 1963: AAS 56 (1964), p. 37. 
86. Cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 6, 7-8, 9-17; AAS 57 (1965), pp. 8-9, 9-12, 12-21. 
87. Ibid., n. 63; AAS 57 (1865), p. 64. 
88. S. Cyprianus, De Catholicae Ecclesiae unitate, 5; CSEL 3, p. 214. 
89. Isaac De Stella, Sermo LI. In Assumtione B. Mariae; PL 194, 1863. 
90Sermo XXX, 7; S. Ch. 164, p. 134. 
91. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 66-69; AAS 57 (1965), pp. 65-67. 
92. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina Revelación, Dei Verbum, n. 25; AAS 58 (1966), pp. 829-830. 
93. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 13; AAS 56 (1964), p.103. 
94. Cf. Officium magni canonis paracletici, Magnum Orologion, Athenis 1963, p. 558; passim en los cánones y en los troparios litúrgicos; cf. Sofonio Eustradiadou. Theotokarion, Chenneviéres sur Marne 1931, pp. 9-19. 
95. Cf. Conc. Vat II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 69; AAS 57 (1965), pp. 66-67. 
96. Cf. Ibid., n. 66; AAS 57 (1965), p. 65; Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 103; AAS 56 (1964), p. 125.
97. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 67; AAS 57 (1965), pp. 65-66. 
98. Ibid., n. 66; AAS 57 (1965), p. 65. 
99. Cf. Pablo VI, Alocución a los Padres Conciliares en la Basílica Vaticana, el día 21 de noviembre de 1964; ASS 56 (1964), p. 1017. 
100. Conc. Concilio Vat. II, Decr. Sobre el Ecumenismo, Unitatis redintegratio, n. 20; AAS 57 (1965), p.105. 
101.Carta Encíclica, Adiutricem populi; AAS 28 (1895-1896), p.135. 
102. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, 56; AAS 57 (1965), p.60. 
103. S. Petrus Chrysologus, Sermo CXLIII; PL 52, 583. 
104. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n.55; AAS 57 (1965), pp. 59-60. 
105. Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica, Signum magnum IAAS 59 (1967), pp. 467-468; Missale Romanum, die 15 Septembris, Super oblata
106. Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 67; AAS 57 (1965), pp. 65-66. 
107.Cf. Augustinus, In Iohannis Evangelium, Tractatus X, 3; CCL 56, pp.101-102; Epistula 243, Ad laetum, n. 9; CSEL 57, pp. 575-576; S. Beda, In Lucae Evangelium expositio, IV, XI, 28; CCL 120, p.237; Homilia I, 4: CCL 122, pp. 26-27. 
108.Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 58; AAS 57 (1965), p. 61.