Pablo VI - Marialis Cultus - Parte III - Por una renovación de la piedad mariana




EXHORTACIÓN APOSTÓLICA

MARIALIS CULTUS

PARA LA RECTA ORDENACIÓN
Y DESARROLLO DEL CULTO A LA
SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
PAPA PABLO VI
Capítulo II

POR UNA RENOVACIÓN
DE LA PIEDAD MARIANA





24.     Pero el mismo Concilio Vaticano II exhorta a promover, junto al culto litúrgico, otras formas de piedad, sobre todo las recomendadas por el Magisterio (67). Sin embargo, como es bien sabido, la veneración de los fieles hacia la Madre de Dios ha tomado formas diversas según las circunstancias de lugar y tiempo, la distinta sensibilidad de los pueblos y su diferente tradición cultural. Así resulta que las formas en que se manifiesta dicha piedad, sujetas al desgaste del tiempo, parecen necesitar una renovación que permita sustituir en ellas los elementos caducos, dar valor a los perennes e incorporar los nuevos datos doctrinales adquiridos por la reflexión teológica y propuestos por el magisterio eclesiástico. Esto muestra la necesidad de que las Conferencias Episcopales, las Iglesias locales, las familias religiosas y las comunidades de fieles favorezcan una genuina actividad creadora y, al mismo tiempo, procedan a una diligente revisión de los ejercicios de piedad a la Virgen; revisión que queríamos fuese respetuosa para con la sana tradición y estuviera abierta a recoger las legítimas aspiraciones de los hombres de nuestro tiempo. Por tanto nos parece oportuno, venerables hermanos, indicaros algunos principios que sirvan de base al trabajo en este campo.

SECCIÓN PRIMERA
NOTA TRINITARIA, CRISTOLÓGICA Y ECLESIAL

25.     Ante todo, es sumamente conveniente que los ejercicios de piedad a la Virgen María expresen claramente la nota trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial. En efecto, el culto cristiano es por su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la Liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu. En esta perspectiva se extiende legítimamente, aunque de modo esencialmente diverso, en primer lugar y de modo singular a la Madre del Señor y después a los Santos, en quienes, la Iglesia proclama el Misterio Pascual, porque ellos han sufrido con Cristo y con El han sido glorificados (68). En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de El: en vistas a El, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro. Ciertamente, la genuina piedad cristiana no ha dejado nunca de poner de relieve el vínculo indisoluble y la esencial referencia de la Virgen al Salvador Divino (69). Sin embargo, nos parece particularmente conforme con las tendencias espirituales de nuestra época, dominada y absorbida por la «cuestión de Cristo» (70), que en las expresiones de culto a la Virgen se ponga en particular relieve el aspecto cristológico y se haga de manera que éstas reflejen el plan de Dios, el cual preestableció «con un único y mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría»(71). Esto contribuirá indudablemente a hacer más sólida la piedad hacia la Madre de Jesús y a que esa misma piedad sea un instrumento eficaz para llegar al «pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta alcanzar la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13); por otra parte, contribuirá a incrementar el culto debido a Cristo mismo porque, según el perenne sentir de la Iglesia, confirmado de manera autorizada en nuestros días (72), «se atribuye al Señor, lo que se ofrece como servicio a la Esclava; de este modo redunda en favor del Hijo lo que es debido a la Madre; y así recae igualmente sobre el Rey el honor rendido como humilde tributo a la Reina» (73).



26.     A esta alusión sobre la orientación cristológica del culto a la Virgen, nos parece útil añadir una llamada a la oportunidad de que se dé adecuado relieve a uno de los contenidos esenciales de la fe: la Persona y la obra del Espíritu Santo. La reflexión teológica y la Liturgia han subrayado, en efecto, cómo la intervención santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos Santos Padres y Escritores eclesiásticos atribuyeron a la acción del Espíritu la santidad original de María, «como plasmada y convertida en nueva criatura» por El (74); reflexionando sobre los textos evangélicos -«el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc1,35) y «María... se halló en cinta por obra del Espíritu Santo; (...) es obra del Espíritu Santo lo que en Ella se ha engendrado» (Mt 1,18.20)-, descubrieron en la intervención del Espíritu Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María (75) y la transformó en Aula del Rey (76)Templo o Tabernáculo del Señor (77)Arca de la Alianza o de la Santificación (78); títulos todos ellos ricos de resonancias bíblicas; profundizando más en el misterio de la Encarnación, vieron en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por Prudencio: «la Virgen núbil se desposa con el Espíritu (79)y la llamaron sagrario del Espíritu Santo (80), expresión que subraya el carácter sagrado de la Virgen convertida en mansión estable del Espíritu de Dios; adentrándose en la doctrina sobre el Paráclito, vieron que de El brotó, como de un manantial, la plenitud de la gracia (cf. Lc 1,28) y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí que atribuyeron al Espíritu la fe, la esperanza y la caridad que animaron el corazón de la Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a la voluntad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su «compasión» a los pies de la cruz (81); señalaron en el canto profético de María (Lc 1, 46-55) un particular influjo de aquel Espíritu que había hablado por boca de los profetas (82); finalmente, considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo, donde el Espíritu descendió sobre la naciente Iglesia (cf. Act 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos datos el antiguo tema María-Iglesia (83); y, sobre todo, recurrieron a la intercesión de la Virgen para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en su propia alma, como atestigua S. Ildefonso en una oración, sorprendente por su doctrina y por su vigor suplicante: «Te pido, te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu, por el cual tu carne a concebido al mismo Jesús (...). Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo» (84). 

27.     Se afirma con frecuencia que muchos textos de la piedad moderna no reflejan suficientemente toda la doctrina acerca del Espíritu Santo. Son los estudios quienes tienen que verificar esta afirmación y medir su alcance; a Nos corresponde exhortar a todos, en especial a los pastores y a los teólogos, a profundizar en la reflexión sobre la acción del Espíritu Santo en la historia de la salvación y lograr que los textos de la piedad cristiana pongan debidamente en claro su acción vivificadora; de tal reflexión aparecerá, en particular, la misteriosa relación existente entre el Espíritu de Dios y la Virgen de Nazaret, así como su acción sobre la Iglesia; de este modo, el contenido de la fe más profundamente medido dará lugar a una piedad más intensamente vivida. 

28.     Es necesario además que los ejercicios de piedad, mediante los cuales los fieles expresan su veneración a la Madre del Señor, pongan más claramente de manifiesto el puesto que ella ocupa en la Iglesia: «el más alto y más próximo a nosotros después de Cristo» (85); un puesto que en los edificios de culto del Rito bizantino tienen su expresión plástica en la misma disposición de las partes arquitectónicas y de los elementos iconográficos -en la puerta central de la iconostasis está figurada la Anunciación de María en el ábside de la representación de la «Theotocos» gloriosa- con el fin de que aparezca manifiesto cómo a partir del «fiat» de la humilde Esclava del Señor, la humanidad comienza su retorno a Dios y cómo en la gloria de la «Toda Hermosa» descubre la meta de su camino. El simbolismo mediante el cual el edificio de la Iglesia expresa el puesto de María en el misterio de la Iglesia contiene una indicación fecunda y constituye un auspicio para que en todas partes las distintas formas de venerar a la bienaventurada Virgen María se abran a perspectivas eclesiales. 
     En efecto, el recurso a los conceptos fundamentales expuestos por el Concilio Vaticano II sobre la naturaleza de la Iglesia, Familia de Dios, Pueblo de Dios, Reino de Dios, Cuerpo místico de Cristo (86), permitirá a los fieles reconocer con mayor facilidad la misión de María en el misterio de la Iglesia y el puesto eminente que ocupa en la Comunión de los Santos; sentir más intensamente los lazos fraternos que unen a todos los fieles porque son hijos de la Virgen, «a cuya generación y educación ella colabora con materno amor» (87), e hijos también del la Iglesia, ya que nacemos de su parto, nos alimentamos con leche suya y somos vivificados por su Espíritu» (88), y porque ambas concurren a engendrar el Cuerpo místico de Cristo: «Una y otra son Madre de Cristo; pero ninguna de ellas engendra todo (el cuerpo) sin la otra» (89); percibir finalmente de modo más evidente que la acción de la Iglesia en el mundo es como una prolongación de la solicitud de María: en efecto, el amor operante de María la Virgen en casa de Isabel, en Caná, sobre el Gólgota -momentos todos ellos salvíficos de gran alcance eclesial- encuentra su continuidad en el ansia materna de la Iglesia porque todos los hombres llegan a la verdad (cf. 1Tim 2,4), en su solicitud para con los humildes, los pobres, los débiles, en su empeño constante por la paz y la concordia social, en su prodigarse para que todos los hombres participen de la salvación merecida para ellos por la muerte de Cristo. De este modo el amor a la Iglesia se traducirá en amor a María y viceversa; porque la una no puede subsistir sin la otra, como observa de manera muy aguda San Cromasio de Aquileya: «Se reunió la Iglesia en la parte alta (del cenáculo) con María, que era la Madre de Jesús, y con los hermanos de Este. Por tanto no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de Este»(90). En conclusión, reiteramos la necesidad de que la veneración a la Virgen haga explícito su intrínseco contenido eclesiológico: esto equivaldría a valerse de una fuerza capaz de renovar saludablemente formas y textos.

29.     A las anteriores indicaciones, que surgen de considerar las relaciones de la Virgen María con Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y con la Iglesia, queremos añadir, siguiendo la línea trazada por las enseñanzas conciliares (91), algunas orientaciones -de carácter bíblico, litúrgico, ecuménico, antropológico- a tener en cuenta a la hora de revisar o crear ejercicios y prácticas de piedad, con el fin de hacer más vivo y más sentido el lazo que nos une a la Madre de Cristo y Madre nuestro en la Comunión de los Santos.

30.     La necesidad de una impronta bíblica en toda forma de culto es sentida hoy día como un postulado general de la piedad cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la creciente difusión de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la moción íntima del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia como del libro fundamental de oración y a buscar en ella inspiración genuina y modelos insuperables. El culto a la Santísima Virgen no puede quedar fuera de esta dirección tomada por la piedad cristiana (92); al contrario debe inspirarse particularmente en ella para lograr nuevo vigor y ayuda segura. La Biblia, al proponer de modo admirable el designio de Dios para la salvación de los hombres, está toda ella impregnada del misterio del Salvador, y contiene además, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, referencias indudables a Aquella que fue Madre y Asociada del Salvador. Pero no quisiéramos que la impronta bíblica se limitase a un diligente uso de textos y símbolos sabiamente sacados de las Sagradas Escrituras; comporta mucho más; requiere, en efecto, que de la Biblia tomen sus términos y su inspiración las fórmulas de oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre todo, que el culto a la Virgen esté impregnado de los grandes temas del mensaje cristiano, a fin de que, al mismo tiempo que los fieles veneran la Sede de la Sabiduría sean también iluminados por la luz de la palabra divina e inducidos a obrar según los dictados de la Sabiduría encarnada.

31.     Ya hemos hablado de la veneración que la Iglesia siente por la Madre de Dios en la celebración de la sagrada Liturgia. Ahora, tratando de las demás formas de culto y de los criterios en que se deben inspirar, no podemos menos de recordar la norma de la Constitución Sacrosanctum Concilium, la cual, al recomendar vivamente los piadosos ejercicios del pueblo cristiano, añade: «…es necesario que tales ejercicios, teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, se ordenen de manera que estén en armonía con la sagrada Liturgia; se inspiren de algún modo en ella, y, dada su naturaleza superior, conduzcan a ella al pueblo cristiano» (93). Norma sabia, norma clara, cuya aplicación, sin embargo, no se presenta fácil, sobre todo en el campo del culto a la Virgen, tan variado en sus expresiones formales: requiere, efectivamente, por parte de los responsables de las comunidades locales, esfuerzo, tacto pastoral, constancia; y por parte de los fieles, prontitud en acoger orientaciones y propuestas que, emanando de la genuina naturaleza del culto cristiano, comportan a veces el cambio de usos inveterados, en los que de algún modo se había oscurecido aquella naturaleza.
     A este respecto queremos aludir a dos actitudes que podrían hacer vana, en la práctica pastoral, la norma del Concilio Vaticano II: en primer lugar, la actitud de algunos que tienen cura de almas y que despreciando a priori los ejercicios piadosos, que en las formas debidas son recomendados por el Magisterio, los abandonan y crean un vacío que no prevén colmar; olvidan que el Concilio ha dicho que hay que armonizar los ejercicios piadosos con la liturgia, no suprimirlos. En segundo lugar, la actitud de otros que, al margen de un sano criterio litúrgico y pastoral, unen al mismo tiempo ejercicios piadosos y actos litúrgicos en celebraciones híbridas. A veces ocurre que dentro de la misma celebración del sacrifico Eucarístico se introducen elementos propios de novenas u otras prácticas piadosas, con el peligro de que el Memorial del Señor no constituya el momento culminante del encuentro de la comunidad cristiana, sino como una ocasión para cualquier práctica devocional. A cuantos obran así quisiéramos recordar que la norma conciliar prescribe armonizar los ejercicios piadoso con la Liturgia, no confundirlos con ella. Una clara acción pastoral debe, por una parte, distinguir y subrayar la naturaleza propia de los actos litúrgicos; por otra, valorar los ejercicios piadosos para adaptarlos a las necesidades de cada comunidad eclesial y hacerlos auxiliares válidos de la Liturgia.

32.     Por su carácter eclesial, en el culto a la Virgen se reflejan las preocupaciones de la Iglesia misma, entre las cuales sobresale en nuestros días el anhelo por el restablecimiento de la unidad de los cristianos. La piedad hacia la Madre del Señor se hace así sensible a las inquietudes y a las finalidades del movimiento ecuménico, es decir, adquiere ella misma una impronta ecuménica. Y esto por varios motivos.
     En primer lugar porque los fieles católicos se unen a los hermanos de las Iglesias ortodoxas, entre las cuales la devoción a la Virgen reviste formas de alto lirismo y de profunda doctrina al venerar con particular amor a la gloriosa Theotocos y al aclamarla «Esperanza de los cristianos» (94); se unen a los anglicanos, cuyos teólogos clásicos pusieron ya de relieve la sólida base escriturística del culto a la Madre de nuestro Señor, y cuyos teólogos contemporáneos subrayan mayormente la importancia del puesto que ocupa María en la vida cristiana; se unen también a los hermanos de las Iglesias de la Reforma, dentro de las cuales florece vigorosamente el amor por las Sagradas Escrituras, glorificando a Dios con las mismas palabras de la Virgen (cf. Lc 1, 46-55).
     En segundo lugar, porque la piedad hacia la Madre de Cristo y de los cristianos es para los católicos ocasión natural y frecuente para pedirle que interceda ante su Hijo por la unión de todos los bautizados en un solo pueblo de Dios (95). Más aún, porque es voluntad de la Iglesia católica que en dicho culto, sin que por ello sea atenuado su carácter singular (96), se evite con cuidado toda clase de exageraciones que puedan inducir a error a los demás hermanos cristianos acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia católica (97) y se haga desaparecer toda manifestación cultual contraria a la recta práctica católica.
     Finalmente, siendo connatural al genuino culto a la Virgen el que «mientras es honrada la Madre (…), el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado»(98), este culto se convierte en camino a Cristo, fuente y centro de la comunión eclesiástica, en la cual cuantos confiesan abiertamente que Él es Dios y Señor, Salvador y único Mediador (cf. 1 Tim 2, 5), están llamados a ser una sola cosa entre sí, con El y con el Padre en la unidad del Espíritu Santo (99). 


33.     Somos conscientes de que existen no leves discordias entre el pensamiento de muchos hermanos de otras Iglesias y comunidades eclesiales y la doctrina católica «en torno a la función de María en la obra de la salvación» (100) y, por tanto, sobre el culto que le es debido. Sin embargo, como el mismo poder del Altísimo que cubrió con su sombra a la Virgen de Nazaret (cf. Lc 1, 35) actúa en el actual movimiento ecuménico y lo fecunda, deseamos expresar nuestra confianza en que la veneración a la humilde Esclava del Señor, en la que el Omnipotente obró maravillas (cf. Lc 1, 49), será, aunque lentamente, no obstáculo sino medio y punto de encuentro para la unión de todos los creyentes en Cristo. Nos alegramos, en efecto, de comprobar que una mejor comprensión del puesto de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, por parte también de los hermanos separados, hace más fácil el camino hacia el encuentro. Así como en Caná la Virgen, con su intervención, obtuvo que Jesús hiciese el primero de sus milagros (cf. Jn 2, 1-12), así en nuestro tiempo podrá Ella hacer propicio, con su intercesión, el advenimiento de la hora en que los discípulos de Cristo volverán a encontrar la plena comunión en la fe. Y esta nueva esperanza halla consuelo en la observación de nuestro predecesor León XIII: la causa de la unión de los cristianos «pertenece específicamente al oficio de la maternidad espiritual de María. Pues los que son de Cristo no fueron engendrados ni podían serlo sino en una única fe y un único amor: porque, «¿está acaso dividido Cristo?» (cf. 1 Cor 1, 13); y debemos vivir todos juntos la vida de Cristo, para poder fructificar en un solo y mismo cuerpo (Rom 7, 14)» (101).




34.     En el culto a la Virgen merecen también atenta consideración las adquisiciones seguras y comprobadas de las ciencias humanas; esto ayudará efectivamente a eliminar una de las causas de la inquietud que se advierte en el campo del culto a la Madre del Señor: es decir, la diversidad entre algunas cosas de su contenido y las actuales concepciones antropológicas y la realidad sicosociológica, profundamente cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo. Se observa, en efecto, que es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es presentada por cierta literatura devocional, en las condiciones de vida de la sociedad contemporánea y en particular de las condiciones de la mujer, bien sea en el ambiente doméstico, donde las leyes y la evolución de las costumbres tienden justamente a reconocerle la igualdad y la corresponsabilidad con el hombre en la dirección de la vida familiar; bien sea en el campo político, donde ella ha conquistado en muchos países un poder de intervención en la sociedad igual al hombre; bien sea en el campo social, donde desarrolla su actividad en los más distintos sectores operativos, dejando cada día más el estrecho ambiente del hogar; lo mismo que en el campo cultural, donde se le ofrecen nuevas posibilidades de investigación científica y de éxito intelectual. 
     Deriva de ahí para algunos una cierta falta de afecto hacia el culto a la Virgen y una cierta dificultad en tomar a María como modelo, porque los horizontes de su vida -se dice- resultan estrechos en comparación con las amplias zonas de actividad en que el hombre contemporáneo está llamado a actuar. En este sentido, mientras exhortamos a los teólogos, a los responsables de las comunidades cristianas y a los mismos fieles a dedicar la debida atención a tales problemas, nos parece útil ofrecer Nos mismo una contribución a su solución, haciendo algunas observaciones.

35.     Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente.
36.     En segundo lugar quisiéramos notar que las dificultades a que hemos aludido están en estrecha conexión con algunas connotaciones de la imagen popular y literaria de María, no con su imagen evangélica ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio trabajo de hacer explícita la palabra revelada; al contrario, se debe considerar normal que las generaciones cristianas que se han ido sucediendo en marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión de María -como Mujer nueva y perfecta cristiana que resume en sí misma las situaciones más características de la vida femenina porque es Virgen, Esposa, Madre-, hayan considerado a la Madre de Jesús como «modelo eximio» de la condición femenina y ejemplar «limpidísimo» de vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las categorías y los modos expresivos propios de la época. La Iglesia, cuando considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad del hecho cultual, pero no se vincula a los esquemas representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas subyacentes, y comprende como algunas expresiones de culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas para los hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas.

37.     Deseamos en fin, subrayar que nuestra época, como las precedentes, está llamada a verificar su propio conocimiento de la realidad con la palabra de Dios y, para limitarnos al caso que nos ocupa, a confrontar sus concepciones antropológicas y los problemas que derivan de ellas con la figura de la Virgen tal cual nos es presentada por el Evangelio. La lectura de las Sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir como María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. De este modo, por poner algún ejemplo, la mujer contemporánea, deseosa de participar con poder de decisión en las elecciones de la comunidad, contemplará con íntima alegría a María que, puesta a diálogo con Dios, da su consentimiento activo y responsable (102) no a la solución de un problema contingente sino a la «obra de los siglos» como se ha llamado justamente a la Encarnación del Verbo (103); se dará cuenta de que la opción del estado virginal por parte de María, que en el designio de Dios la disponía al misterio de la Encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios; comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aún habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidas y derriba sus tronos a los poderosos del mundo (cf. Lc 1, 51-53); reconocerá en María, que «sobresale entre los humildes y los pobres del Señor (104), una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio (cf. Mt 2, 13-23): situaciones todas estas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le presentará María como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2, 1-12) y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el calvario dimensiones universales(105). Son ejemplos. Sin embargo, aparece claro en ellos cómo la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los corazones.

38.     Después de haber ofrecido estas directrices, ordenadas a favorecer el desarrollo armónico del culto a la Madre del Señor, creemos oportuno llamar la atención sobre algunas actitudes cultuales erróneas. El Concilio Vaticano II ha denunciado ya de manera autorizada, sea la exageración de contenidos o de formas que llegan a falsear la doctrina, sea la estrechez de mente que oscurece la figura y la misión de María; ha denunciado también algunas devociones cultuales: la vana credulidad que sustituye el empeño serio con la fácil aplicación a prácticas externas solamente; el estéril y pasajero movimiento del sentimiento, tan ajeno al estilo del Evangelio que exige obras perseverantes y activas (106). Nos renovamos esta deploración: no están en armonía con la fe católica y por consiguiente no deben subsistir en el culto católico. La defensa vigilante contra estos errores y desviaciones hará más vigoroso y genuino el culto a la Virgen: sólido en su fundamento, por el cual el estudio de las fuentes reveladas y la atención a los documentos del Magisterio prevalecerán sobre la desmedida búsqueda de novedades o de hechos extraordinarios; objetivo en el encuadramiento histórico, por lo cual deberá ser eliminado todo aquello que es manifiestamente legendario o falso; adaptado al contenido doctrinal, de ahí la necesidad de evitar presentaciones unilaterales de la figura de María que insistiendo excesivamente sobre un elemento comprometen el conjunto de la imagen evangélica, límpido en sus motivaciones, por lo cual se tendrá cuidadosamente lejos del santuario todo mezquino interés.

39.     Finalmente, por si fuese necesario, quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en un vida absolutamente conforme a su voluntad. Los hijos de la Iglesia, en efecto, cuando uniendo sus voces a la voz de la mujer anónima del Evangelio, glorifican a la Madre de Jesús, exclamando, vueltos hacia El: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te crearon» (Lc 11, 27), se verán inducidos a considerar la grave respuesta del divino Maestro: «Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Esta misma respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen, como interpretaron algunos Santos Padres (107) y como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II (108), suena también para nosotros como una admonición a vivir según los mandamientos de Dios y es como un eco de otras llamadas del divino Maestro: «No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21) y «Vosotros sois amigos míos, si hacéis cuanto os mando» (Jn 15, 14).


NOTAS


67. Cf. Ibid., n. 67; AAS 57 (1965), p. 65-66. 
68. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 104; AAS 56 (1964), pp. 125-126 
69. Cf. Conc. Vat. II, Const.dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 66; AAS 57 (1965), p. 65. 
70. Cf. Paulus VI, Alocución pronunciada el día 24 de Abril de 1970 en el Santuario de «Nostra Signora di Bonaria» en Cagliari; ASS 62 (1970), p. 300. 
71. Pius IX, Carta Apostólica, Ineffabilis DeusPii IX Pontificis Maximi Acta, I, 1, Romae 1854, p. 599; cf. también V. Sardi, La Solenne definizione del dogma dell Immacolato concepimento di Maria Santissima, Atti e documenti..., Roma 1904-1905, vol. II, p. 302. 
72. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 66; AAS 57 (1965), p. 65. 
73. S. Hildelfonsus, De virginitate perpetua sanctae Mariae Cap. XII; PL 96, 108. 
74. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 56; AAS 57 (1965), p. 60 y los autores citados en la correspondiente nota 176. 
75. Cf. S. Ambrosius, De Spiritu Sancto II, 37-38; CSEL 79, pp. 100-101; Cassianus, De Incarnatione Domini II, Cap. II; CSEL 17, pp. 247-249; S. Beda, Homilia I, 3; CCL 122, p. 18 y p. 20. 
76. Cf. S. Ambrosius, De institutione virginis, Cap. XII, 79; PL 16 (ed. 1880), 339; Epistula 30, 3 et Epistula 42, 7; ibid., 1107 et 1175; Expositio evangelii secundum Lucam X, 132: S. Ch. 52, p. 200; S. Proclus Constantinopolitanus, Oratio I,1 et Oratio V,3: PG 65, 681,et 720; S. Basilius Celeucensis, Oratio XXXIX, 3; PG 85, 433; S. Andreas Cretensis Oratio IV, PG 97, 868; S. Germanus Constantinopolitanus, Oratio III, 15; PC 98, 305. 
77. Cf. S. Hieronymus, Adversus Iovinianun I, 33; PL 23, 267; S. Ambrosius, Epistula 63, 33; PL 16 (ed. 1880), 1249; De institutione virginis, cap. XVII, 195; ibid., 346; De Spiritu Sancto III, 79-80; CSEL 79, pp. 182-183; Sedulius, Hymnus «A solis ortus cardini», vv. 13-14; CSEL 10, p. 164; Hymnus Acathistos, str. 23; ed. I. B. Pietra, Analecta Sacra, I, p. 261; S. Proclus Constantinopolitanus, Oratio I, 3; PG 65, 684; Oratio II, 6; ibid., 700; S. Basilius Seleucencis, Oratio IV; PG 97, 868; S. Ioannes Damascenus, Oratio VI, 10; PG 96, 677. 
78. Cf. Severus Antiochenus, Homilia 57; PO 8, pp. 357-358; Hesychius Hierosolymitanus, Homilia de sancta Maria Deipara; PG 93, 1464; Chrysippus Hierosolymitanus, Oratio in sanctam Mariam Deiparam, 2; PO 19, p.338; S. Andreas Cretensis, Oratio V; PG 97, 896; S. Ioannes Damascenus, Oratio VI, 6; PG 96, 672. 
79Liber Apotheosis, vv. 571-572; CCL 126, p.97. 
80. Cf. S. Isidorus, De ortu et obitu Patrum, cap. LXVII, 111; PL 83, 184; S. Hildefonsus, De virginitate perpetua sanctae Mariae, cap. X; PL 96, 95; S. Bernardus, In Assumptione B. Virginis MariaeSermo IV, 4; PL 183, 428; In Nativitate B. Virginis Mariae; ibid., 442; S. Petrus Damianus, Carmina sacra et preces II, Oratio ad Deum Filium; PL 145, 921; Antiphona «Beata Dei Genitrix Maria»; Corpus antiphonialium Officii, ed. R. J. Hesbert, Roma 1970, vol. IV, n. 6314, p.80. 
81. Cf. Paulus Diaconus Homilia I, In Assumptione B. Mariae Virginis; PL 95, 1567; De Assumptione sanctae Mariae Virginis Paschasio Radberto trib., nn. 31, 42, 57, 83; ed. A. Ripberger, in «Spicilegium Friburgense», n. 9, 1962, 72, 76, 84, 96-97; Eadmerus Cantauriensis De excellentia Virginis Mariae, cap. IV-V; PL 159, 562-567; S. Bernardus, In laudibus Virginis Matris, Homilia IV, 3; Sancti Bernardi Opera, ed. J. Leclereq-H. Rochais, IV, Romanae 1966, pp. 49-50. 
82. Cf. Origenes, In Lucam Homilia VII, 3; PG 13, 1817; S. Ch. 87, p. 156; S. Cyrillus Alexandrinus, Comentarius in Aggaeum prophetam, cap. XIX; PG 71, 1060; S. Ambrosius, De fide IV, 9, 113-114; CSEL 78, pp. 197-198; Expositio Evangelii secundum Lucam II, 23-27-28; CSEL 32, IV, pp. 53-54 et 55-56; Severianus Gabalensis, In mundi creationem oratio VI, 10; PG 56, 497-498; Antipater Bostrensis, Homilia in Sanctissimae Deiparae Annunciationem, 16; PG 85, 1785. 
83. Cf. Eadmerus Cantuariensis, De excellentia Virginis Mariae, cap. VII; PL 159, 571; S. Amedeus Lausannensis, De Maria Virgine Matre, Homilia VII; PL 188, 1337; S. Ch. 72, p. 184. 
84De virginitate perpetua sanctae Mariae, cap. XII; PL 96, 106. 
85. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 54; AAS 57 (1965), p. 59. Cf. Paulo VI, Alocución a los Padres Conciliares, en la clausura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 4 diciembre 1963: AAS 56 (1964), p. 37. 
86. Cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 6, 7-8, 9-17; AAS 57 (1965), pp. 8-9, 9-12, 12-21. 
87. Ibid., n. 63; AAS 57 (1865), p. 64. 
88. S. Cyprianus, De Catholicae Ecclesiae unitate, 5; CSEL 3, p. 214. 
89. Isaac De Stella, Sermo LI. In Assumtione B. Mariae; PL 194, 1863. 
90Sermo XXX, 7; S. Ch. 164, p. 134. 
91. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 66-69; AAS 57 (1965), pp. 65-67. 
92. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina Revelación, Dei Verbum, n. 25; AAS 58 (1966), pp. 829-830. 
93. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 13; AAS 56 (1964), p.103. 
94. Cf. Officium magni canonis paracletici, Magnum Orologion, Athenis 1963, p. 558; passim en los cánones y en los troparios litúrgicos; cf. Sofonio Eustradiadou. Theotokarion, Chenneviéres sur Marne 1931, pp. 9-19. 
95. Cf. Conc. Vat II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 69; AAS 57 (1965), pp. 66-67. 
96. Cf. Ibid., n. 66; AAS 57 (1965), p. 65; Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 103; AAS 56 (1964), p. 125.
97. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 67; AAS 57 (1965), pp. 65-66. 
98. Ibid., n. 66; AAS 57 (1965), p. 65. 
99. Cf. Pablo VI, Alocución a los Padres Conciliares en la Basílica Vaticana, el día 21 de noviembre de 1964; ASS 56 (1964), p. 1017. 
100. Conc. Concilio Vat. II, Decr. Sobre el Ecumenismo, Unitatis redintegratio, n. 20; AAS 57 (1965), p.105. 
101.Carta Encíclica, Adiutricem populi; AAS 28 (1895-1896), p.135. 
102. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, 56; AAS 57 (1965), p.60. 
103. S. Petrus Chrysologus, Sermo CXLIII; PL 52, 583. 
104. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n.55; AAS 57 (1965), pp. 59-60. 
105. Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica, Signum magnum IAAS 59 (1967), pp. 467-468; Missale Romanum, die 15 Septembris, Super oblata
106. Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 67; AAS 57 (1965), pp. 65-66. 
107.Cf. Augustinus, In Iohannis Evangelium, Tractatus X, 3; CCL 56, pp.101-102; Epistula 243, Ad laetum, n. 9; CSEL 57, pp. 575-576; S. Beda, In Lucae Evangelium expositio, IV, XI, 28; CCL 120, p.237; Homilia I, 4: CCL 122, pp. 26-27. 
108.Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 58; AAS 57 (1965), p. 61.